Hace siete años, durante una visita al Museo de Arte Reina Sofía, sentí un fuerte mareo. La sala tenía un suelo blanco y negro, como un tablero de ajedrez, y los cuadrados empezaron a moverse. Pensé que era una bajada de la presión arterial y salí disparada a una farmacia para que me la tomaran. Pero las cifras no indicaban nada preocupante.
Hace siete años, durante una visita al Museo de Arte Reina Sofía, sentí un fuerte mareo. La sala tenía un suelo blanco y negro, como un tablero de ajedrez, y los cuadrados empezaron a moverse. Pensé que era una bajada de la presión arterial y salí disparada a una farmacia para que me la tomaran. Pero las cifras no indicaban nada preocupante.
Al día siguiente, aunque me encontraba perfectamente, acudí por precaución al servicio médico de mi empresa. Me hicieron algunas pruebas y me enviaron a una clínica para hacerme un electro. Comprobaron que tenía sólo 13 pulsaciones por minuto e ingresé de urgencia en el Hospital Universitario de Getafe.
Los cardiólogos coincidieron en que necesitaba un marcapasos cuanto antes. Tuve mis reservas desde el principio, que continuaron hasta después de la operación. Recuerdo la primera vez estuve entre la multitud que celebraba una procesión en el centro de Madrid. No sabía cómo reaccionaría mi corazón. Poco a poco superé la incertidumbre.
Llevar un marcapasos no es una minusvalía. Suelo nadar y camino 4 o 5 kilómetros diarios. Aparte de llevar siempre la tarjeta europea de portador de marcapasos y de seguir unas mínimas precauciones, como no colgar el bolso del lado izquierdo, proteger la zona de posibles golpes, no situar cerca el teléfono móvil ni levantar mucho peso, mis costumbres no han cambiado. Sigo haciendo una vida normal.