Tanto ustedes los pacientes como nosotros los médicos estamos un poco hartos y confusos de los repetitivos mensajes que día a día nos lanzan previniéndonos de las maldades de las grasas. Hasta tal extremo esto es deplorable, que muchos pacientes con enfermedad metabólica o cardiovascular han entrado en un estado de pánico que les ha llevado en algunos casos a cometer errores nutricionales muy peligrosos, suprimiendo todo tipo de grasas.
Pero permítanme que antes de seguir con este asunto les refresque la memoria para decirles qué es cada grasa que consumimos y cuáles sus beneficios y perjuicios para la salud. Es necesario que lo hagamos porque si hablamos de grasas saturadas en ciertos ambientes médicos excesivamente estrictos equivale a nombrar la soga en casa del ahorcado y esto es absolutamente incierto.
Estamos "saturados" de tanta saturación
Muchos hablan de grasas saturadas sin saber lo que dicen. Un ácido graso saturado es simplemente una grasa en la que todos sus átomos de carbono están ligados (al máximo) a átomos de hidrógeno con lo que no existe la posibilidad de hipersaturarla, esto es, de unir sus átomos de carbono a otros.
Esta circunstancia química confiere estabilidad a la molécula haciéndola menos susceptible para ser oxidada. Esto es bueno porque, en principio, son las grasas oxidadas las que provocan el fenómeno arterioesclerótico y con ello el desarrollo de las enfermedades vasculares a nivel de corazón y cerebro. Numerosos estudios han demostrado que el colesterol oxidado es un buen marcador del grado de arterioesclerosis y, a su vez, del envejecimiento y rigidez del árbol arterial.
¿Son las grasas saturadas tan perniciosas para la salud?
Pues la respuesta, a priori, no es tan simple como parece. Antes de que el hombre primitivo descubriera la agricultura, su alimentación era muy rica en grasas saturadas. Eran cazadores nómadas que se nutrían casi exclusivamente de lo que cazaban. Cuando el hombre del Neolítico dejó de cazar corzos, jabalíes y ciervos, y fue consciente de las ventajas que reportaba la vida sedentaria y el cultivo de las primeras semillas (el trigo) introdujo cambios muy drásticos en su alimentación cuyas consecuencias todavía estamos pagando. Nuestros antepasados antes de inventar la agricultura se alimentaban de carnes animales, de sus entrañas, del tuétano de los huesos, de sus vísceras, lo consumían todo, y todo con un alto contenido en grasas saturadas. El sedentarismo, la organización social en poblados y sobretodo las nuevas formas de producción de recursos alimentarios les condujo a introducir cantidades desmesuradas de cereales en su alimentación y comenzaron a consumir menos productos derivados de la caza y la pesca. En realidad se hicieron herbívoros, casi de la noche a la mañana, cuando su aparato digestivo y sus componentes enzimáticos no estaban preparados para ello.
Pero el cambio no fue homogéneo ni simultáneo para toda la especie humana, ya que mientras muchos siguieron carnívoros o de alimentación mixta otros se hicieron consumidores de los cereales que cómodamente cultivaban.
Y sin embargo la grasa ha estado siempre en la base de la alimentación humana y lo sigue estando. No es intrascendente el hecho de que nada hay mejor para alimentar a un bebé que la leche materna cuyo contenido en ácidos grasos saturados se acerca al 55%. No podemos pensar que la composición de la leche materna humana con un alto contenido en grasa saturada sea "un error" de la madre naturaleza. Muy al contrario. Nada hay más saludable para el desarrollo y la protección biológica de un niño que un consumo de leche materna durante al menos los primeros 18 meses de vida. Sorprendentemente, el hombre, de entre todos los mamíferos, es el único que sigue consumiendo leche y derivados lácteos en la edad adulta.
Hoy sabemos que algunas tribus esquimales como los inuits del Ártico siguen consumiendo casi exclusivamente grasas derivadas de la foca de Groenlandia, de las morsas, de las ballenas y de diversos pescados en cuya composición la grasa es muy abundante. Estas tribus esquimales casi desconocen la enfermedad cardiovascular. La presencia de ácidos poliinsaturados omega 3 es muy abundante en su dieta.
La tribu masái centroafricana continua siendo una etnia nómada que se alimenta de la caza de animales salvajes, siendo una mezcla de leche y sangre fresca de jóvenes bovinos (a los que no sacrifican) la base de su alimentación y donde el contenido de ácidos grasos saturados es muy elevado. Lo mismo podríamos decir de ciertos aborígenes de archipiélagos perdidos del Pacífico cuya alimentación está compuesta casi exclusivamente por pescado y plantas naturales, raíces y diversos vegetales.
En todas estas poblaciones, cuya alimentación ha variado muy pocos en los últimos milenios, la enfermedad cardiovascular arterioesclerótica es en la práctica inexistente. Pero, ¡ojo!, apenas consumen hidratos de carbono porque lo de ellos es una dieta básicamente grasa.
¿Grasas o hidratos de carbono? Evidencias científicas
En los últimos años, los científicos pusieron en las grasas saturadas el punto de mira de sus objetivos dietéticos y terapéuticos. Parece ser, sin embargo, que las grasas no son tan perniciosas como parecen ni son las únicas malas de esa película de terror a la que llamamos "enfermedad cardiovascular". Hay nuevas evidencias, por el contrario, que apuntan hacia aquel cambio que experimentó el hombre del Neolítico al hacerse sedentario iniciándose en la práctica de la agricultura. Eso lo condujo a hacer de los cereales la base de su alimentación en perjuicio de las grasas y proteínas.
Un estudio publicado en 2010 en el American Journal of Clinical Nutrition (Am J Clin Nutr. 2010 Mar; 91(3):535-546.) donde se investigaban más de 30.000 personas, no pudo constatar una relación evidente entre el consumo de grasas saturadas y el riesgo de infarto de miocardio, ictus y otras enfermedades cardiovasculares. Este mismo estudio demostró que el riesgo de enfermedad cardiovascular y cerebrovascular estaba más bien asociado al consumo de hidratos de carbono donde sus principales exponentes son el pan, los cereales, la pasta, los pasteles, la bollería industrial, la pizza, el arroz, etc.). Los riesgos cardiovasculares y sus consecuencias fueron más evidentes en aquellos individuos que habían sustituido las grasas por los hidratos de carbono y en los que la obesidad, el síndrome metabólico, la diabetes y los aumentos de triglicéridos y colesterol eran mucho más notorios.
Este estudio, que posteriormente ha sido corroborado con otros ensayos clínicos, sugiere con gran fundamento científico que es la enfermedad metabólica derivada de un cambio en la dieta la que favorece el aumento del riesgo cardiovascular.
Tras la Segunda Guerra Mundial, y por razones de productividad y economía agrícola global, las tendencias dietéticas sustituyeron las grasas por un consumo exagerado de hidratos de carbono lo que trajo consigo una epidemia que, a pesar de las evidencias, aun persiste en nuestros días. La obesidad, la hipertrigliceridemia y la enfermedad metabólica son los responsables directos de la alta prevalencia de la enfermedad coronaria en todo el mundo occidental.
Hace menos de un siglo la obesidad era muy poco frecuente (menos del 5%) mientras que desde la mitad del pasado siglo hasta nuestros días es una auténtica pandemia. En España, el sobrepeso y la obesidad franca afecta a más del 30% de nuestra población, incluyendo la infancia. También en España el número de cardiólogos en los años cincuenta no superaba el centenar mientras que hoy en día somos más de 4.000, un número insuficiente para atender tanta demanda por enfermedad cardiovascular.
No pretendo decir con lo hasta ahora expuesto que los carbohidratos sean la única causa del aumento de la enfermedad cardiovascular. A ello también contribuye el exceso de grasa saturada que seguimos incorporando indebidamente a la dieta, pero entre estos dos principios inmediatos, los primeros son más perniciosos que los segundos.
De entre las grasas, sean de origen vegetal o animal, las hay absolutamente aptas y necesarias para mantener un buen estado de salud. También depende el modo en cómo las utilizamos. Nadie duda, hoy día, de las propiedades saludables del aceite de oliva pero esta grasa vegetal monoinsaturada se desnaturaliza y pierde sus propiedades si la calentamos excesivamente, friéndola. Los médicos desaconsejamos los fritos pero transmitimos un mensaje equívoco: no son perniciosos los fritos por la grasa que contienen sino porque el aceite ha cambiado sus propiedades y porque en muchos de ellos el contenido en carbohidratos (rebozados, tempura, etc.) es muy elevado.
¿Qué son las grasas insaturadas, las grasas trans y los ácidos grasos omega 3, 6 y 9?
Definíamos, al principio de este artículo, lo que es una grasa saturada y añadíamos que son casi exclusivas del reino animal aunque algunas son vegetales, como el aceite de coco o el de palma. Consecuentemente, las insaturadas son aquellas que disponen de algunos átomos de carbono libres, no unidos a átomos de hidrógeno. A temperatura ambiente son líquidas, y popularmente las conocemos como aceites.
Las grasas monoinsaturadas y polinsaturadas son las más beneficiosas para la salud ejerciendo, además, un papel protector frente a las enfermedades cardiovasculares. Este tipo de grasa disminuye el colesterol plasmático ligado a las lipoproteínas de baja densidad, es decir a las LDL o "colesterol malo". Las monoinsaturadas las encontramos en el aceite de oliva, el aguacate y en muchos frutos secos. Se suelen reconocer con el nombre de ácidos grasos omega 9. Las poliinsaturadas están constituidas básicamente por los ácidos grasos omega 3 y 6. Ambos ácidos grasos omega 3 y 6 reducen tanto los niveles plasmáticos de colesterol "malo" como elevan modestamente el colesterol "bueno" o HDL, pero mientras que los omega 6 reducen más enérgicamente el colesterol "malo" que los omega 3 éstos, a su vez, son más potentes que los omega 6 para reducir los triglicéridos que suelen elevarse sistemáticamente en el curso de la enfermedad metabólica (diabetes y síndrome metabólico). Los encontramos en muchos peces de los llamados azules (caballa, atún, salmón, sardina, etc.) en algunos crustáceos marinos como el cangrejo krill del Antártico, en frutos secos y en aceites como los de maíz y girasol.
Es imprescindible el consumo de estos ácidos grasos omega 3, 6 y 9, también llamados "esenciales", ya que son básicos para el correcto funcionamiento del organismo, no pudiendo ser sintetizados internamente.
Lo importante para un consumo saludable es la proporción en que se ingieren los omega 3 respecto de los omega 6. Lo aconsejado es una relación de 3 de omega 6 por 1 de omega 3, ya que de producirse un mayor desequilibrio en favor de los omega 6 se desarrolla un proceso inflamatorio crónico que favorece el fenómeno arterioesclerótico. La realidad nos indica que en la actualidad, y por un inadecuado consumo derivado de malas prácticas en la elaboración de los alimentos, la relación omega 6 / omega 3 es de 20 o 30 por 1. Por esta causa ingerir un exceso de omega 6 y poco omega 3 conduce a este peligroso desequilibrio favorecedor de la inflamación crónica, de la enfermedad cardiovascular e incluso de algunas formas de cáncer.
Las grasas hidrogenadas o trans son las grandes enemigas del corazón. Son grasas elaboradas industrialmente a partir de diversos aceites que han sido hidrogenados (saturando enlaces de carbono con átomos de hidrógeno), con lo que pasan de ser insaturadas a saturadas. Son altamente aterogénicas y elevan el colesterol "malo" (LDL) y los triglicéridos. La hidrogenación solidifica la grasa líquida (aceites) haciéndola más duradera y más manipulable desde un punto de vista de la elaboración industrial de los alimentos. Las más dañinas son las derivadas del reino vegetal como la manteca vegetal o las margarinas industriales. Hay que evitarlas a toda costa.
El debate sobre los omega 3
Volviendo a los ácidos omega 3 y 6 existe en estos momentos debates científicos interesantes y contradictorios respecto de su uso y bondad. Desde hace años existen evidencias científicas que abonan las propiedades saludables derivadas del consumo de ácidos omega 3 y 6, enfatizando sobre la conveniente proporción entre ambos que comentábamos antes. Un estudio italiano de más de 20 años de antigüedad (GISSI) demostró que los pacientes que habían sufrido un infarto de miocardio no complicado y que recibieron suplementos nutricionales de ácidos grasos omega 3, en una dosis equivalente a 1 gramo al día, reducían frente a un grupo control las posibilidades de un nuevo infarto en un 21%, la muerte cardiovascular en un 30% y la muerte súbita en un 49%. Eso condujo a numerosas sociedades científicas a introducir en sus normas de buena práctica clínica el consumo de ácidos omega 3 en determinadas poblaciones en riesgo cardiovascular. La OMS recomienda a todos, pero en especial a los pacientes en riesgo, el consumo diario de 1 gramo de ácidos omega 3 y que la proporción frente a los omega 6 sea al menos de 6 por 1.
Otros estudios recientes no han podido demostrar estas acciones pero en ninguno de ellos se han podido observar efectos deletéreos derivados del consumo de estos ácidos grasos poliinsaturados.
En mayo del pasado año la prestigiosa publicación New England Journal of Medicine (N Engl J Med. 2013 May 9; 368(19):1800-8. n-3 fatty acids in patients with multiple cardiovascular risk factors) comunicó la ausencia de los datos cardiosaludables que presumiblemente se le había imputado a los ácidos grasos omega 3. Para ello, y con la ayuda de 860 médicos de familia, se evaluaron a 12.513 italianos durante 5 años. Aunque todos presentaban algún factor de riesgo cardiovascular ninguno había sufrido un infarto de miocardio o un ictus. Fueron divididos en dos grupos iguales, administrándose a uno de los grupos 1 gramo al día de ácidos omega 3 y al otro aceite de oliva a modo de "placebo". Los resultados indicaron que para el objetivo principal analizado, es decir, infarto o ictus, la incidencia fue, en la práctica, similar en ambos grupos, siendo del 11,7% en el grupo omega y del 11,9% en el grupo aceite de oliva o "placebo", como quisieron llamarlo los investigadores. El estudio ha servido de justificación a los detractores de los omega 3 para descalificar las bondades cardiovasculares de estos ácidos poliinsaturados.
Desde mi punto de vista el estudio adolece de numerosos sesgos y defectos metodológicos. Entre los más evidentes podemos señalar que el "placebo" no era otra cosa que un ácido graso omega 9 monoinsaturado como el aceite de oliva, cuyas propiedades anticolesterol son de sobra conocidas. Sería por tanto lógico deducir que unos y otros ejercieron sus efectos cardiosaludables. Hubo mínimas diferencias y no estadísticamente significativas en beneficio de los omega 3 respecto del omega 9. El estudio, por tanto, no aporta datos contundentes en descrédito de los omega 3, sino todo lo contrario.
Otros estudios han puesto de manifiesto otras propiedades cardiosaludables de los omega 3 como su poder antiarrítmico frente a algunas formas de fibrilación auricular o sus reconocidos efectos antitrombóticos.
Si la OMS, con base en los estudios científicos, aconseja un consumo diario de omega 3 de al menos 1 gramo, la práctica nos enseña que una dieta convencional no contiene ni la mitad de esta dosis. Por tanto, en aquellos sujetos en riesgo cardiovascular (ancianos, coronarios, hipertensos, diabéticos, obesos, etc.), el consumo de alimentos ricos en ácidos grasos omega 3 o suplementos dietéticos de estas grasas es altamente recomendable. Ya hemos dicho que las fuentes naturales de ácidos omega 3 son los pescados, determinados crustáceos marinos como el krill del Antártico y algunos frutos secos como las nueces.
¡Usted necesita las grasas para vivir de forma óptima!
Quisiera como resumen a todo lo expuesto transmitirle un consejo médico: su cuerpo necesita las grasas para funcionar de una forma óptima porque no son tan malas como dice la propaganda errónea o mal intencionada y porque existen evidencias científicas de que son buenas para la salud frente a otros principios inmediatos como los carbohidratos, que pueden constituirse en los verdaderos enemigos de su corazón.
Tome consciencia de que en una galleta de mantequilla lo más dañino no es la grasa de la mantequilla sino el hidrato de carbono de la galleta, y que en una patata frita lo perjudicial no es el aceite sino el almidón de la patata, aunque la alta temperatura a la que se somete el aceite para la fritura produzca un fenómeno de glicación que aumentará el poder metabólicamente nefasto de la patata.
Las grasas, sean saturadas o insaturadas, son imprescindibles para mantener un buen estado de salud. El colesterol es la molécula madre de otras muchas moléculas vitales y de él depende la formación de membranas celulares, la fabricación de muchas hormonas y la estructura físico-química del cerebro, por tan solo citar algunos ejemplos. Lo importante es mantenerlo en sus niveles adecuados, de los que ya hemos hablado sobradamente en estos artículos de nuestro blog Impulso Vital.
Consuma productos ricos en ácidos grasos omega 3 o, de acuerdo con su médico, recurra a los suplementos alimenticios si fuera necesario o si su riesgo cardiovascular es alto.
Además, usted ya lo sabe, una dieta sin grasas no solamente entristece su ánimo y aumenta su mal humor sino que le produce una continua sensación de hambre que lo llevará a ingerir indebidamente los perniciosos hidratos de carbono: los auténticos enemigos de su salud metabólica y cardiovascular.
Autor
Dr. José Luis Palma Gámiz
Vicepresidente de la Fundación Española del Corazón
Twitter: @jlpalmagamiz