Tomar nuestra última comida poco antes de irnos a la cama aumenta el riesgo de diabetes y obesidad. La razón es que los procesos biológicos varían radicalmente durante el día y la noche y nuestro cuerpo responde de distinto modo a la asimilación de alimentos dependiendo de la hora a la que los consumamos.
Así lo demuestran numerosos estudios, que concluyen que el tiempo de nuestras comidas es un factor esencial para la efectividad de las dietas y la salud en general. Si preguntáramos cuándo engorda más una rosquilla, si por la mañana o por la noche, seguramente nuestra primera reacción sería contestar que da igual, que un dulce aportará las mismas calorías independientemente de la hora a la que lo degustemos. Y si esta fuera una pregunta de trivial habríamos perdido.
Nuestro organismo cambia a lo largo del día. Por eso dormimos por la noche, los infartos ocurren con mayor frecuencia por la mañana o una copa de vino produce mayores niveles de alcoholemia por la mañana que por la tarde. Todo depende de nuestro reloj interno que regula, entre otras cosas, la producción de enzimas y hormonas y condiciona a su vez el efecto que producen los alimentos según la hora del día a la que los consumamos.
Varios estudios han demostrado una relación entre el horario de las comidas y la predisposición a padecer ciertas enfermedades como diabetes y obesidad. A esta disciplina, que consiste en respetar el ritmo natural del organismo e ingerir los alimentos cuando el cuerpo se encuentre más preparado para asimilarlos, se la conoce como crononutrición.
El profesor Fred Turek, de la Northwestern University de Estados Unidos, fue el primero en sugerir que existía un vínculo entre la hora de las comidas y la obesidad. Demostró que los ratones que comían una dieta rica en grasa por la mañana engordaban más que los que ingerían el mismo alimento pero durante su horario habitual, por la noche. Este estudio suscitó la curiosidad de la Catedrática de Fisiología de la Universidad de Murcia, Marta Garaulet, y el director del programa de medicina y cronobiología del sueño de la Universidad de Harvard, Frank Scheer. Y “tomando unos vinos” durante una de las estancias como profesora visitante, recuerda ella, se les ocurrió testar si ocurría lo mismo en humanos.
Seleccionaron a 420 voluntarios, la mitad mujeres y la otra mitad hombres y les sometieron a un plan de adelgazamiento basado en la dieta mediterránea durante 24 semanas. Todos comían lo mismo, hacían el mismo ejercicio y dormían las mismas horas. La única diferencia es que un grupo comía antes de las tres de la tarde y el otro después. El resultado fue que los primeros perdieron una media de 12 kilos y los segundos se quedaron en ocho. Este trabajo fue el primero en demostrar que, en cuanto a la pérdida de peso, no solo es importante tener en cuenta qué comemos, sino también cuándo lo hacemos, y abrió la puerta al estudio de la relación entre los ritmos circadianos, la hora de la comida y la obesidad.
Almuerzo temprano
Un tiempo después replicaron la investigación con pacientes sometidos a cirugía bariátrica —la que reduce quirúrgicamente parte del aparato digestivo para disminuir la absorción de alimentos— en el hospital Clínic de Barcelona. Los investigadores del grupo de Garaulet, junto con María Izquierdo y Josep Vidal, del servicio de endocrinología del mismo centro, analizaron la evolución de los pacientes que recuperaron su peso seis años después de la reducción de estómago y descubrieron que el 70% solía almorzar después de las tres. Entre quienes sí tuvieron éxito, solo el 30% comía tarde.
Pero, ¿por qué comer tarde dificulta el adelgazamiento? Para responder a esta pregunta, los investigadores desarrollaron otra intervención con 32 mujeres jóvenes sin problemas de sobrepeso. Durante una semana, las participantes comían a las 13.30 y la semana siguiente a las 16.30. “Con solo unos días de comer más tarde, observamos que presentaban intolerancia a carbohidratos, alteraciones en los ritmos del cortisol —que se asocia con estrés metabólico— y alteración de los ritmos circadianos de temperatura, que son un marcador de salud circadiana”, explica Garaulet. “Esas mujeres, jóvenes y delgadas, presentaban durante una semana patrones de personas ancianas y obesas. Imagina lo que pasaría si siguen comiendo a esa hora de manera continua”.
La explicación la encontraron en parte en el descubrimiento de un reloj periférico en el tejido adiposo que, en función de los horarios, activa o desactiva genes que afectan a la ganancia o pérdida de peso. La alimentación es uno de los sincronizadores más importantes de nuestro reloj interno, junto con la luz y el ejercicio. “Cuando comemos, ponemos en hora los relojes periféricos de los órganos implicados en la digestión, como el tejido adiposo, el páncreas, el hígado, el intestino y el estómago. Si comemos a deshora, se produce un desfase con el reloj central, situado en el hipotálamo. Esto provoca una cronodisrupción. Y esta situación se ha relacionado con depresión, cáncer, obesidad, diabetes, Alzhéimer, y en general con todas las enfermedades degenerativas”, razona la investigadora.
Un vez demostrada la existencia de genes reloj en el tejido adiposo, Garaulet y Scheer investigaron el efecto de la insulina sobre el tejido graso. “Vimos que el reloj periférico del tejido adiposo regula la sensibilidad a la insulina. La respuesta máxima se produce a las 12 del medio día. En cambio, a las 12 de la noche tenemos hasta un 50% menos de tolerancia. Y cuando la respuesta es menor, hay mayor riesgo de acumular las calorías de los hidratos en forma de grasa”, explica la científica, quien desvela la respuesta correcta a la pregunta con la que comenzaba el artículo: “No recomiendo los dulces, pero si tienes que comerlos, mejor por la mañana”.
Sueño y comida, malos compañeros
Ahora están inmersos en otro proyecto, financiado por el National Institute of Health (NIH), con el que pretenden comprobar cómo afecta cenar tarde a la tolerancia a la glucosa en función de la genética. En un estudio preliminar con 40 mujeres de 45 años, en el que la mitad cenaba cuatro horas y media antes de irse a la cama y el resto solo hora y media, han comprobado cómo la respuesta de glucosa variaba según la genética pero, en general, era peor en las segundas.
Después de comer, se libera insulina para facilitar el paso de la glucosa a la célula para metabolizarla, lo que reduce los niveles de azúcar en sangre. Si se cena tarde, a la elevada concentración de insulina se añade la de melatonina, la hormona que predispone al sueño. “Estas dos hormonas no se llevan bien, por eso la respuesta en la curva de glucosa es peor en los cenadores tardíos”.
Pero no a todo el mundo le afecta de la misma forma. Un estudio a gran escala con millones de personas ha demostrado que las personas con la variante 1 del receptor de melatonina presentan mayor riesgo de diabetes. Ellos han visto que los portadores de esa variante, aproximadamente el 51% de la población mundial, les afecta más cenar tarde que a los que no la tienen.
Artículo publicado por María Lillo en el Nº 126 de Salud&Corazón.